martes, 10 de mayo de 2011

LA BÚSQUEDA DE LA PAZ



   Que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo
   la adversidad. Yo, Dios, soy el que hago todo esto.
Isaías 45:7  
                Mira la obra de Dios; porque ¿quién podrá enderezar lo que
   él torció? En el día del bien, goza del bien; y en el día de
   la adversidad, considera. Dios hizo tanto lo uno como lo otro,
   a fin de que el hombre nada halle después de él.
                                
Eclesiastés 7:13, 14

   Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
(el amor).
(1ª Corintios 13:7).
  El ser humano vive inmerso en un enigmático universo, rodeado de un cúmulo de dificultades, de agresiones internas y externas, así como de deseos frustraciones e ilusiones que se desarrollan dentro de su propio interior; las más de las veces no dependiendo lo más mínimo de su propia voluntad.

Se siente como una pavesa en el viento, y desea desesperadamente, aun en las mejores circunstancias, estabilidad, bienestar y vigencia, que no alcanza a percibir en la «loca rueda de la fortuna», que no cesa de girar. El temor le acompaña a lo largo de toda su vida. Temor en la niñez, en la adolescencia y en cada tramo de la vida continuamente. En cada época el suyo, pero en todas se siente atrapado por el temor.

Asimismo, aun en la paz más estable, el ser humano, que es complicado por naturaleza, tiende a complicarse aún más sin poderlo evitar. Así se dice con acierto: «El que no tiene una cruz, con dos palitos se hace una». Y es que aun en paz y sosiego, tan fugaces, la imaginación (la loca de la casa), se inventa motivos de inquietud, bien para proyectarse hacia adelante, tal vez en pos de una fugaz quimera, o bien para retraerse y replegarse dentro de sí misma, defendiéndose de algo que sólo existe de una manera subjetiva e irreal, aunque parezca real para ella.

Ante la dificultad o la adversidad, hay dos modos principales de enfocarla y enfrentarse a ella: la cristiana y la pagana. Es decir, la del hombre de fe y la del que quiere confiar en todo menos en Dios. El cristiano confía en Dios para todo. El pagano lo invoca «por si acaso» pero a la vez se agarra de forma desesperada a lo que encuentra de misterioso, siempre que le digan, y a él le parezca, que tiene propiedades para enfrentar aquella dificultad.

Fetiches, amuletos, estampas... Se puede comprobar cuando se visita un hospital. Hay de todas clases. Si el enfermo sana, fue gracias a cualquier cosa (ni siquiera la ciencia), el amuleto, la estampa o vela encendida. Si no curan es que Dios fue el que cruelmente no quiso. La diferencia empieza por esos distintos enfoques y proyecciones, que tan mal entendidos son por los paganos.

Los cristianos, sin dejar de ponderar y comprender con la mayor profundidad que nos es posible el estado de ánimo del incrédulo, vamos a enfocar la cuestión desde la perspectiva del hombre de fe.

El ánimo del incrédulo, que está siempre sobresaltado y temeroso es, muchas veces nos guste o no, similar al del «creyente» de cualquier denominación, tibio y desentendido de las cosas de Dios. Por ello estamos seguros de que sólo el verdadero creyente, el elegido, puede aplicarse con eficacia estas consideraciones. Y si avanzamos algo en este terreno, ¡gloria a Dios!

Dejemos por sentado que no menospreciamos las turbulencias internas y externas de cualquier ser humano. Todos somos humanos, por tanto «nada humano nos es ajeno». ¿Quién puede sustraerse al agitado devenir del sufrimiento humano? ¿Quién podrá comprender el misterio que se mueve en la existencia de cualquiera?


Rafael Marañón Barrio

PREFACIO

 

Raro es el sermón que no habla de nuestra carnalidad, de la sujeción que nuestra carne ejerce sobre nuestras vidas, atándolas al discurso del mundo.

Cada vez que se menciona, asociamos el término «la carne» a los sentidos, a la sensualidad, tal vez al sexo o a aquellas de nuestras debilidades o vicios asociados al cuerpo. Pero eso es una interpretación parcial. En realidad, nuestra naturaleza carnal no se asocia exclusivamente a lo físico, a nuestros cuerpos, sino, más que a ninguna otra cosa, a nuestras almas.

En efecto. Somos carnales cuando por desconfianza para con Dios, cedemos a nuestros miedos y a nuestras angustias; cuando nos afanamos por nuestro presente, futuro y hasta por nuestro pasado; cuando nos enquistamos en nuestro egoísmo, incluso en el contexto de una discusión doctrinal baladí, tal vez con un hermano; ciertamente cuando somos presos de la envidia, y siempre y cada minuto que permanecemos en desasosiego, sin paz, el bien más preciado por los hombres, al decir del cuerdísimo hidalgo Don Quijote. ¡Si tuvierais fe como un grano de mostaza!... (Mateo 17:20).

Tal es nuestra fe, que no se mueven las montañas ni los granos de mostaza; ni siquiera conseguimos que deje de moverse nuestra angustia en nuestro triste corazón, cuando atravesamos un mal momento. Y una de las cosas que más duelen a un buen padre, cuando proceden de su hijo, es la falta de confianza.

¿Tiene usted hijos? Recuerde a su hijo de niño o al de un familiar o amigo. El niño se encuentra enfrentado a la cucharada de sabrosísimas natillas que le tiende la madre. Él no las ha probado antes, de modo que mira la cuchara con espanto y alega que no le gusta.

La madre insiste y el niño, que ha decidido ya que el aspecto de aquella pasta no le hace la menor gracia, no se aviene a probarlas; se pone a llorar, hasta que la madre, decepcionada, retira la cuchara, y devuelve el plato a la cocina, dando por terminada la comida.

Dos diferencias; Primera, La madre de nuestro ejemplo es nuestro Padre, Dios, que jamás se va a cansar de tendernos una mano generosamente llena, de lo mejor que sepamos anhelar: nunca la va a retirar. Segunda. El niño, (nosotros), no sólo vamos a patalear, sino que le morderemos la mano, e incluso intentaremos lamer el suelo con la lengua, despreciando lo bueno que nos dan en abundancia, para recoger lo malo y mezquino que podamos conseguir con nuestro esfuerzo.

Eso es la “carne”, como también lo es el hecho, demostrable a diario, de que el hombre parece que no tiende a reconocer las cosas buenas que se hacen por él.

Todo lo dicho, es característica permanente de cualquier no creyente. En cuanto al creyente, por desgracia también es la tónica más habitual, salvo los destellos de espiritualidad que con menos frecuencia de lo que quisiéramos, nos recuerda quiénes somos, y a quién pertenecemos.

Así las cosas... ¿necesitamos que Dios nos someta a prueba? ¿No corrige Dios a quien tiene por hijos? (Hebreos. 2:7). Ciertamente, las pruebas a que nos vemos sometidos a lo largo de nuestra vida son, en definitiva, un precio muy leve que merece la pena pagar más que de sobra, si nos reconduce a la salvación tan grande que tenemos reservada y que, rematadamente necios, despreciamos u olvidamos a cada paso que damos.

Si en la prueba, en la depresión, reencontramos nuestros pasos por el camino de salvación, que Cristo tiene trazado para cada uno de nosotros desde el principio de los tiempos... entonces sea bienvenido el tiempo de prueba.

Las meditaciones sobre estas claras cosas que continuamente nos suceden, le hablarán de esto y de mucho más. Pero le mostrarán algo tan fundamental, como rotundamente sencillo: igual que para el niño de nuestro ejemplo, lo mejor es tomar la cucharada de natillas que se le tiende, deleitarse en ella y en todas las que quiera tomar (no hay límites si sigue pidiendo), y luego echarse a dormir tranquilamente.

Nosotros tenemos que tomar la mano que Cristo nos tiene permanentemente tendida, y después, dejarnos llevar, dormir de nuestras ansiedades, descansar de nuestras inquietudes, y reposar en la paz plena de Cristo.

Cristo vino a darnos, sin precio, nuestra salvación, liberándonos del vínculo esclavizante de nuestra carne. Una y otra vez, nuestro Dios ha renovado su pacto con su pueblo, tendiéndonos la mano en calma e, incluso, en la tempestad de su ira.

Aún en el calor de su más dura reprensión o amenaza, yace entre líneas, o en plena evidencia, una promesa de perdón para su amada e insensata criatura.

Cada vez su pacto ha ido constituyéndose más asequible y sencillo, para un ser humano extraordinariamente necio que, ventajista como es por naturaleza, no ha sido sin embargo capaz de ver las ventajas ilimitadas de adherirse a un pacto, que ofrece todo a cambio de prácticamente nada. De ahí la prueba.

Y, sin embargo,  un grano de mostaza ya sería más que suficiente.

Rafael Marañón Barrio

Prólogo de Rafael Marañón Pérez

LIBRO DE EXITO


Al final de la jornada
Aquel que se salva sabe
Y el que no... ¡no sabe nada!
Dios no es ingrato

A muchos, una grave deficiencia cultural les proporcionó al principio el disgusto de ser rechazados como trabajadores a sueldo, pero fue la iniciación de que, a fin de cuentas, ahora fueran dueños de muchas propiedades, que ni soñaban cuando angustiosamente buscaban trabajo.

Después de un tiempo, y al cabo de los años tuvieron prosperidad y algunos, enormes negocios. A muchos, su grave deficiencia cultural les proporcionó, al principio, el disgusto de ser rechazados como trabajadores a sueldo, pero fue la iniciación de que, a fin de cuentas, ahora fueran dueños de muchas propiedades, que ni soñaban cuando angustiosamente buscaban trabajo.

Otras graves deficiencias han dado fama a muchos hombres que, de no haberlas sufrido jamás hubiesen salido del anonimato. Sabios investigadores pasaron por muchas penurias y desaliento, hasta que con la constancia y el esperanzado esfuerzo, consiguieron un lugar ilustre entre los nombres de los benefactores de la humanidad.

Y es que los grandes cambios, tanto individuales como colectivos, se producen generalmente a raíz de un desengaño, un fracaso o una calamidad. Por esto, todo proyecto abortado, todo fracaso amoroso, toda frustración de cualquier clase es para todos, e indefectiblemente para el cristiano, el comienzo de una nueva oportunidad con más horizonte que la que deseábamos. Y esto sólo ponderando el plano material.

En el espiritual, triunfo o fracaso nos llevan al mismo destino glorioso. Más nos vale, pues, en estos trances, callar y ver qué es lo que Dios dispone, dándole gracias que quita y da, pero al fin nos inunda de su dulce bien. Abre tu boca y yo la llenaré (Salmo 81:10), y: no temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú . (Isaías 43:1). Todo se reduce a una cuestión de fe y confianza. Nada más simple.

Rafael Marañón 1998