martes, 10 de mayo de 2011

PREFACIO

 

Raro es el sermón que no habla de nuestra carnalidad, de la sujeción que nuestra carne ejerce sobre nuestras vidas, atándolas al discurso del mundo.

Cada vez que se menciona, asociamos el término «la carne» a los sentidos, a la sensualidad, tal vez al sexo o a aquellas de nuestras debilidades o vicios asociados al cuerpo. Pero eso es una interpretación parcial. En realidad, nuestra naturaleza carnal no se asocia exclusivamente a lo físico, a nuestros cuerpos, sino, más que a ninguna otra cosa, a nuestras almas.

En efecto. Somos carnales cuando por desconfianza para con Dios, cedemos a nuestros miedos y a nuestras angustias; cuando nos afanamos por nuestro presente, futuro y hasta por nuestro pasado; cuando nos enquistamos en nuestro egoísmo, incluso en el contexto de una discusión doctrinal baladí, tal vez con un hermano; ciertamente cuando somos presos de la envidia, y siempre y cada minuto que permanecemos en desasosiego, sin paz, el bien más preciado por los hombres, al decir del cuerdísimo hidalgo Don Quijote. ¡Si tuvierais fe como un grano de mostaza!... (Mateo 17:20).

Tal es nuestra fe, que no se mueven las montañas ni los granos de mostaza; ni siquiera conseguimos que deje de moverse nuestra angustia en nuestro triste corazón, cuando atravesamos un mal momento. Y una de las cosas que más duelen a un buen padre, cuando proceden de su hijo, es la falta de confianza.

¿Tiene usted hijos? Recuerde a su hijo de niño o al de un familiar o amigo. El niño se encuentra enfrentado a la cucharada de sabrosísimas natillas que le tiende la madre. Él no las ha probado antes, de modo que mira la cuchara con espanto y alega que no le gusta.

La madre insiste y el niño, que ha decidido ya que el aspecto de aquella pasta no le hace la menor gracia, no se aviene a probarlas; se pone a llorar, hasta que la madre, decepcionada, retira la cuchara, y devuelve el plato a la cocina, dando por terminada la comida.

Dos diferencias; Primera, La madre de nuestro ejemplo es nuestro Padre, Dios, que jamás se va a cansar de tendernos una mano generosamente llena, de lo mejor que sepamos anhelar: nunca la va a retirar. Segunda. El niño, (nosotros), no sólo vamos a patalear, sino que le morderemos la mano, e incluso intentaremos lamer el suelo con la lengua, despreciando lo bueno que nos dan en abundancia, para recoger lo malo y mezquino que podamos conseguir con nuestro esfuerzo.

Eso es la “carne”, como también lo es el hecho, demostrable a diario, de que el hombre parece que no tiende a reconocer las cosas buenas que se hacen por él.

Todo lo dicho, es característica permanente de cualquier no creyente. En cuanto al creyente, por desgracia también es la tónica más habitual, salvo los destellos de espiritualidad que con menos frecuencia de lo que quisiéramos, nos recuerda quiénes somos, y a quién pertenecemos.

Así las cosas... ¿necesitamos que Dios nos someta a prueba? ¿No corrige Dios a quien tiene por hijos? (Hebreos. 2:7). Ciertamente, las pruebas a que nos vemos sometidos a lo largo de nuestra vida son, en definitiva, un precio muy leve que merece la pena pagar más que de sobra, si nos reconduce a la salvación tan grande que tenemos reservada y que, rematadamente necios, despreciamos u olvidamos a cada paso que damos.

Si en la prueba, en la depresión, reencontramos nuestros pasos por el camino de salvación, que Cristo tiene trazado para cada uno de nosotros desde el principio de los tiempos... entonces sea bienvenido el tiempo de prueba.

Las meditaciones sobre estas claras cosas que continuamente nos suceden, le hablarán de esto y de mucho más. Pero le mostrarán algo tan fundamental, como rotundamente sencillo: igual que para el niño de nuestro ejemplo, lo mejor es tomar la cucharada de natillas que se le tiende, deleitarse en ella y en todas las que quiera tomar (no hay límites si sigue pidiendo), y luego echarse a dormir tranquilamente.

Nosotros tenemos que tomar la mano que Cristo nos tiene permanentemente tendida, y después, dejarnos llevar, dormir de nuestras ansiedades, descansar de nuestras inquietudes, y reposar en la paz plena de Cristo.

Cristo vino a darnos, sin precio, nuestra salvación, liberándonos del vínculo esclavizante de nuestra carne. Una y otra vez, nuestro Dios ha renovado su pacto con su pueblo, tendiéndonos la mano en calma e, incluso, en la tempestad de su ira.

Aún en el calor de su más dura reprensión o amenaza, yace entre líneas, o en plena evidencia, una promesa de perdón para su amada e insensata criatura.

Cada vez su pacto ha ido constituyéndose más asequible y sencillo, para un ser humano extraordinariamente necio que, ventajista como es por naturaleza, no ha sido sin embargo capaz de ver las ventajas ilimitadas de adherirse a un pacto, que ofrece todo a cambio de prácticamente nada. De ahí la prueba.

Y, sin embargo,  un grano de mostaza ya sería más que suficiente.

Rafael Marañón Barrio

Prólogo de Rafael Marañón Pérez

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