Cuando todo lo que nos rodea es un torbellino de angustia y temor, de apremios y confusión mental; cuando todo nos traiciona y abandona, ¿en quién encontraremos consuelo y poder para superar tanta dificultad? No queda otra salida que seguir la luz de la fe. La claraboya de la fe.
Hay veces en que, a pesar de mi veteranía, me encuentro decaído e irritado. Se oscurece mi horizonte. «Enfermedad mía es ésta», digo para mí (Jeremías 10). Pero conozco a un buen amigo creyente que es ciego.
Le llamo, le visito, y no encuentro en él ninguna filosofía, consejo o teología al uso de los amigos de Job. Simplemente hablamos, y su serenidad y su fe me reconfortan de tal modo que al salir de su casa me encuentro consolado y relajado.
En nuestros encuentros lo que menos cuenta es la altura teológica que alcanzamos, con ser esto un factor tan importante. Siento que Dios me interpela a través de aquellos ojos sin vista ante los cuales me expreso y gesticulo, como si no estuviera ante los ojos de un ciego.
Sé que él también encuentra restauración en nuestras reuniones y en mi compañía, pero lo que para mí es más importante es la paz que me comunica en la aceptación consciente y doliente de su situación. «Dios habla a sus hijos de muchas maneras» (Hebreos 1:1).
Para mí, ésta es una de ellas. En la lucha y la brega de la vida hay que entender que, al lado de nuestras carencias, conviven tantos y tantos dones de Dios que sólo cabe decir: “Padre, tú permites esto”. Yo no tengo nada que añadir. No tengo nada más que saber.
Tanto yo como las circunstancias que me rodean formamos parte de todo tu plan, de todo tu designio eterno. Callo, pues, y espero confiado. Esto que me sucede pasará, como pasa todo. ¡Tú estás ahí; muy cerca!
Sabes lo que siento; sabes que no soy dueño ni de mis pensamientos ni de mis reacciones pero, estando Tú, estoy tranquilo y pacificado. Te alabo y te doy gracias por contar conmigo. “Gracias por el tesoro de paz que me concedes y que llena mi ser entero”.
Y entiendo que aunque es Padre, o por que lo es, consiente o determina, precisamente por ello, que a sus hijos les sobrevengan pruebas y dificultades. Consiente que seamos desechados, criticados y «que estemos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados... para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2ª Corintios 4:8-11).
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