Las cosas adversas o favorables no son las que cuentan para los verdaderos hijos de Dios, sino la actitud hacia ellas en su espíritu y en su mente. Todo lo ponderan con criterios sabios de discernimiento espiritual, a la luz de la Palabra de Dios, y las interpretan consecuentemente.
Saben que forman parte de toda una inmensa realidad eterna donde todo es cuidadosamente pesado y calibrado; tienen su porqué y para qué, y no necesitan saber más.
Hoy vivimos tan pendientes de lo que piensan las gentes de nosotros que hacemos de nuestras vidas una continua esclavitud. La gente se abstiene de muchas cosas realmente necesarias y que no pueden adquirir, y en cambio de una sola vez, por un compromiso o fiesta, gastan en «prestigio» y apariencias lo que fácilmente les hubiera proporcionado aquello que verdaderamente necesitan.
Ahorran en alimentos, cultura, etc., y en un día, todo lo derrochan para tratar de impresionar a los demás. De ahí surgen discrepancias y apuros en las familias, pero, tercamente, las gentes se auto-flagelan con estas vanidades.
Todo, para que la imagen que quieren proyectar de sí mismas no se deteriore. Y si por cualquier motivo esto se desmorona, ya vemos a las gentes descompuestas y desesperadas, redoblando esfuerzos para recuperar... ¡la imagen!
« ¡Pobre separado/a!», dicen todos de ese hombre/mujer que ha sido cruelmente calumniado, burlado y despojado por su infiel esposa/o. Ni siquiera a sus hijos puede visitar. Pero aquella sacudida le sirvió para echar fuera de él la vanidad y la falsa confianza en el ser humano Aprendió circunspección y serenidad.
Meditó sobre lo efímero de eso que llaman felicidad mundana y, convertido al Señor, fue posteriormente creyente destacado y considerado por donde quiera que iba.
La gente, todavía hoy, lo mira con extrañeza, pero con un respeto y un reconocimiento especial. Tal vez le consideran desgraciado, siendo como es el más sereno, dichoso y esperanzado. ¿Qué saben ellos de su interior?
¿Qué pueden juzgar, si no conocen éste y, por lo tanto, sólo miran lo superficial y no lo sustancial que le capacita para la dicha y la serenidad, y que ellos ni tienen ni sospechan que se pueda poseer?
Ellos son, a fin de cuentas, los dignos de compasión, y no él. Carecen de la riqueza espiritual que él tiene con tanta abundancia, y no pueden percibir los consuelos y el envidiable estado de paz en que este hombre vive.
El hombre de fe es siempre una continua fuente de sorpresas y misterio para todos en su porte y en su hablar. Es comprendido por el Señor, y él lo sabe. Y siendo así, ¿qué importa lo demás?
Entre los hombres sólo es comprendido a la perfección por el que goza de la misma fe en Cristo, la misma confianza en Dios; la búsqueda espiritual. Las gentes no entienden su serenidad y humor, ni su humildad y gentileza a pesar de su situación. Hasta suelen considerarlo lerdo o inconsciente, pero ¡qué saben ellos!