Si conoces las consecuencias del sacrificio de Cristo y el valor de su sangre no tendrás que inquirir por qué y para qué fue todo aquello. Si Cristo vive en ti por la fe ya tienes la mente de Cristo (la Corintios 2:16). Comprenderás así que todo fue consumado por el «determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios» (Hechos 2:23).
Tú, como creyente y beneficiario privilegiado de aquellos hechos y de la gloria que trajeron para Cristo y para ti, comprenderás también que tu dolor y angustia de ahora son también determinados por designio de Dios.
Si llegas a entender y a asumir que tu padecimiento es usado por el Padre con unas consecuencias y un fruto que tú ahora no puedes conocer, podrás decir sabiendo su valor eterno: en tus manos me entrego; haz de mí como bien te parezca. No entiendo pero acepto. Sea ahora tu misericordia para consolarme… (Salmo 119), y esperarás en paz.
Y es que en un momento somos lo mejor, y al siguiente estamos destrozados y todas nuestras aspiraciones arruinadas. En un instante estamos conduciendo plácida y gozosamente el más flamante automóvil y segundos después podemos ser con él un montón de chatarra Como dice el poeta: «Todo nuestro vivir es emprestado» (A. MACHADO.).
Ante la frontera de lo desconocido sólo resta confiar en la mano de Dios, y con toda tranquilidad y paz decirle con todas nuestras veras: «Sé que me amas, Señor creador del Cielo y de la tierra; que tú eres omnipotente, que todo es tuyo y yo sólo soy una insignificante criatura que no puede llevar sobre sus débiles hombros el peso de su propia vida. Como lo has decidido así lo acepto, porque no soy yo el protagonista sino Tú; Tú sabes y yo no». Hágase en mí conforme a tu palabra (Lucas 1:38).
Hámlet con motivo de la muerte de su padre desespera y clama. Otro dice: «Sabemos que las cosas han de suceder necesariamente, como son la muerte y las calamidades, y que son tan comunes como la cosa más vulgar de cuantas se ofrecen a los sentidos.
¿Por qué con terca oposición hemos de tomarlo tan a pecho? Ese es un pecado contra el Cielo, una ofensa a los que murieron, un delito contra la naturaleza, el mayor absurdo contra la razón. Todos, muertos o vivos, no han podido dejar de exclamar. ¡Así ha de ser!» (SHAKESPEARE).
Insistimos en que las cosas adversas o favorables no son las que cuentan para el hombre espiritual y sensato, sino la actitud ante ellas. Una de dos alternativas: o levantar el puño contra el Cielo, o bajar la cabeza, callar la boca y decir a lo sumo: ¡Amén, Señor; Tú sabrás!
Vivimos sumergidos en un Universo que no podemos controlar, que apenas entendemos y en el que no sabemos por qué estamos. Y vemos que no es posible dominar lo que sucede a nuestro alrededor y ni aun a nosotros mismos. Son pues un axioma experimental y experimentado, las palabras de la Santa Escritura : No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu ni potestad sobre el día de la muerte (Eclesiastés 8: 8).
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