Recuerdo a un amigo que me invitó a acompañarle en su magnífico automóvil a un viaje de relaciones públicas. Tenía un aspecto tan seguro, un optimismo y una desenvoltura tales, que sentí como Asaf, que casi se deslizaron mis pies. «Por poco resbalaron mis pasos. Porque sentí envidia de su arrogante y próspera impiedad. Fue duro trabajo para mí» (Salmo 73).
Cuando por fin conseguimos descansar un poco de tiempo, con la calma y confianza de compañeros de viaje, en el interior de su flamante automóvil en situación de cambiar confidencias ocurrió algo inesperado para mí.
Súbitamente se desarmaron sus resortes de autocontrol y, conociendo mi condición de cristiano, comenzó a decirme: «¡Ah, si yo te contara!» Y ante mi perplejidad desgranó una serie de problemas, conflictos, temores y desgracias totalmente impensables para mí unos minutos antes.
Hasta entonces yo había permanecido atónito ante su anterior comportamiento y auto-confianza. Le escuché más de dos horas, y de haber sido posible hubiera estado hablándome más tiempo aún. Yo permanecía mudo, anonadado y confundido. Al final transpirábamos los dos; él tenía el rostro desencajado y respiraba con dificultad. Había lágrimas en sus ojos; no sé qué aspecto presentaría yo.
No podía pensar. Tal era el torbellino de emociones que me trasmitió. Por un momento salió del automóvil para visitar a un cliente y yo, que no quise acompañarle, me quedé en el interior. «¡Dios mío!», sólo acerté a decir, conmovido y afectadísimo por tanta desgracia. Si yo tuviese la décima parte de los problemas que este hombre arrastra, ya me habría muerto varias veces.
No era cierto; podemos resistir mucho, pero en aquel momento no fui capaz de elaborar otra clase de pensamiento. Sólo a su regreso, cuando le vi venir con su característica desenvoltura, dije para mí: «A su lado soy insignificante; todo en él parece triunfo». «Pero en cuanto a miel acercarme a Dios es el bien» (Salmo 73:28).
Todo en este hombre era fachada de triunfo y realidad doliente y desesperada. Y creo que muchas veces es así también en nosotros los cristianos. Todos los creyentes, tan pronto como desconfiamos de Dios en cualquier circunstancia, nos colocamos a nosotros mismos bajo nuestra propia protección, y consecuentemente somos presos del miedo.
Si desconfiamos del poder absoluto de Dios, ¿cómo vamos a tener seguridad en lo falible y débil? Y esto es el miedo. Enfrentarnos con lo que consideramos una potencia superior, cuando hemos desistido de estar bajo el supremo poder. Apearnos del poder de Dios y situamos a nosotros mismos, ante fuerzas que siempre nos superan.
Si los cristianos nos fiamos de Dios de todo corazón, y hacemos depender nuestros recursos materiales y mentales de su voluntad, en seguida comprobaremos cómo la paz nos llena, sabiendo que nuestro Padre celestial no nos aflige sin razón o por crueldad. Su propia fidelidad a sus promesas, hace que como a hijos amados nos pruebe y acrisole en el yunque de la prueba.
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