miércoles, 15 de febrero de 2012

¿QUIÉN ME COMPRA ESTE MISTERIO?


Ni siquiera sabemos si somos amados u odiados, ni de quién, ni cuál es el bien del hombre (Eclesiastés 6:10-12). Todo está en manos de Dios y alabado sea porque es así. Todo lo pasado ya no vuelve atrás. Ya sucedió, es irreversible y está ya consumado. Es, pues, inamovible.

No se puede «rebobinar» para hacer volver el tiempo para atrás y modificarlo. Ni parar el momento actual. El pasado ha quedado fijado en el tiempo irremisiblemente. Ya no es. Nada pues, podemos hacer, y es locura agitarse y torturarse, por hechos que por el tiempo se diluyeron.

También es locura rebelarse contra lo que creamos que será nuestro futuro. El presente es también fugaz y huye, queramos o no. Hay infinidad de explicaciones y de deducciones, que se dan alegremente en relación con estos hechos de la irreversibilidad y el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios sobre todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá.

Existen toda clase de explicaciones antropológicas, sociológicas y hasta astrológicas, y todas contienen elementos que de algún modo tratan de explicar los sucesos, siendo sólo un «rebuzno» sobre los misterios de la vida y la creación. Son explicaciones enigmáticas que se quedan siempre en la superficie de las cosas, hasta donde alcanza el saber humano, tan contradictorio y aleatorio. Pero no se inyectan ni penetran en la médula de la realidad profunda.

Son vanos intentos y falacias engañosas que tratan de explicar lo inexplicable y hasta tienen que reconocer que más allá de sus elucubraciones y ciencia de vista corta hay una mano potente que hace y un ojo al que nada escapa. Como dice el salmista: «Aun las tinieblas no encubren de ti; y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz» (Salmo 139:12).

Es un poder personal que determina, ordena y realiza con perfecta exactitud el devenir y la existencia no sólo de cada hombre, sino de todo el universo. Tenemos que aceptar, (y por otra parte no queda otra alternativa), que no somos nada por nosotros mismos. Que nuestra fortuna o desgracia no depende de nuestro ingenio o de un adecuado aprovechamiento de circunstancias favorables que busquemos o se nos ofrezcan fortuitamente.

La mejor decisión que nos parezca que hemos tomado es, quizás, la que nos arruina; aquellas palabras torpes que trasmitimos a alguien en determinada ocasión, y de la cual ni siquiera nos acordamos hoy, resultó ser el agente impactante para el comienzo de la conversión de aquel hermano que tal vez tampoco se acuerda de ellas.

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